sábado, 18 de febrero de 2012

El Veedor de Todas las Cosas (fragmento)

Capítulo IV

El veedor de todas las cosas visitaba exposición fotográfica en el nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Hamburgo. Las obras eran auténticas y amateur. Había objetos, composiciones, lugares desconocidos, gente. Vio una imagen con un enorme número cinco, dentro del cual había otro número cinco, dentro del cual había un tercero. Pero no se repetía hasta el infinito.

Las galerías del museo se interconectaban entre sí desde los cuatro puntos cardinales. Las puertas eran altas, verdes y angostas. Los techos estaban intervenidos por distintos artistas, en cada rincón o escalera se veían instalaciones difíciles de comprender. El veedor de todas las cosas ya no sabía en qué dirección iba.

En la Galería de los Retratos, se encontró con un hombre cuyo rostro no tenía expresión. El hombre parecía una casa, o una ventana. El veedor de todas las cosas lo invitó a continuar juntos el recorrido, y así llegaron a la Galería de los Cuerpos Desnudos. El hombre sin expresión observaba glúteos, curvas, pezones, bellos, penes, uñas, tobillos. Su rostro, azulado y sombrío, continuaba tieso mientras reflexionaba sobre los cuerpos bidimensionales, que aburrían al veedor de todas las cosas.

De repente, las puertas del museo cerraron. Las luces apagaron, el aire acondicionado dejó de funcionar. El hombre sin expresión perdió su rostro y sintió verguenza. El veedor de todas las cosas registró las paredes, ahora iluminadas rojizamente por el cartel de salida de emergencia. Las puertas habían perdido el color, excepto el blanco y el negro.

Atravesaron una de esas puertas, y llegaron a la Galería de las Sonrisas. El hombre sin expresión continuaba sin su rostro, pero estaba a gusto en esa galería. Había todo tipo de sonrisas: de a dos personas, de a tres personas, de a cuatro, cinco, y aún más… pero en ninguna de esas fotos había mas de diez personas. El veedor de todas las cosas observó casamientos, cumpleaños, a color, personas con sombreros, bajo techo, junto al mar, en una escalera, en una terraza, con y sin plantas. Las sonrisas cubrían las cuatro paredes de la galería y hasta el techo mismo. A pesar de la oscuridad, las sonrisas brillaban.

El hombre sin expresión ahora estaba triste. Quería, recuperar su rostro, volver a sus facciones azuladas y sombrías. Se sentía ajeno, como atosigado por las miradas sonrientes. El veedor de todas las cosas lo tomó de la mano, juntos rastrearon el camino de regreso.

Las sonrisas seguían estando, en el recuerdo de ambos. Algunas eran irónicas, otras despatarradas o grotescas. Finalmente recordaron, casi al mismo tiempo, una sonrisa dulce y otra gentil. El veedor de todas las cosas observó nuevamente al hombre si expresión, y en su rostro perdido encontró una lágrima azul. La compartieron.

-no son sólo fotos –dijo el veedor de todas las cosas– a veces hay música, a veces hay sabor, y muy de vez en cuando puedo escuchar un tren, o el viento.

El hombre sin expresión caminó y caminó hasta encontrar su rostro en la pared. Pronto el aire acondicionado iniciaría su incesante zumbido y las luces se encenderían. Aquellos retratos volverían a inundar las galerías, a mirar incansablemente. Personas entrarían y se irían, y el veedor de todas las cosas observaría el transitar en las galerías. El hombre sin expresión, perderá su rostro, una vez más, y así, infinitamente.

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